No se me ocurre donde postearlo, asi que lo dejo aca que es donde se reflexiona de futbol..."Las escuelas de fútbol están matando la esencia del jugador", dice el columnista
Por Juan Cristóbal GuarelloHace un tiempo conversando con Ignacio Prieto, casi sin querer, coincidimos en una idea: las escuelas de fútbol están matando la esencia del jugador, y a la larga, tal vez maten el fútbol como lo conocemos. Me explico, en el aprendizaje del juego, y en esto puso énfasis Prieto, los primeros años son fundamentales, por no decir decisivos. Se crea una asociación libre del niño con los elementos que conforman la actividad: el campo, la pelota, los compañeros, el reglamento... Es una instancia tremendamente enriquecedora, donde los niños crean su propio universo, de una forma espontánea, con una mínima intervención de los adultos.
No es muy difícil ver el fenómeno en su totalidad y la importancia que tiene para los niños. En un lugar (plaza, calle, cancha de barrio, colegio), enfrentados a la realidad y con sus iguales, desarrollan herramientas y relaciones sociales, a la vez que se enfrentan al juego sin complejos ni miedos- no existe el adulto "sancionador"- involucrándose de manera sana y creativa, en este caso, con el fútbol. Sin un molde pre establecido, los grupos de niños conforman equipos, jerarquías, dinámicas sociales y niveles de exigencia. Son instancias cruciales y, por sobre todo, sanas, no contaminadas y educativas.
Un niño en la plaza debe esforzarse por jugar, por ser admitido, por superarse. Pero, de la misma manera, no compite con el afán de complacer un ente superior o "promovedor" que lo aleje de sus pares. Es la esencia del amateurismo y del juego si se quiere. Hacerlo por placer, por aprender, para ganar amigos, para disfrutar de la dinámica del fútbol (la pichanga) en todo su esplendor. Inútil es aquí detallar, porque se da por descontado, que los más grandes jugadores de fútbol todos provienen, sin excepción, de ese juego esencial y libre. Ese balompié sin ataduras, ni jerarquías, espontáneo, limpio y que no discrimina ni racial ni socialmente.
Con el Nacho Prieto llegamos a la conclusión de que los niños que juegan fútbol apenas deben ser intervenidos hasta los diez años. Que jueguen libres, hagan paredes con las cunetas, construyan pelotas de calcetín y marquen los arcos con bolsones o chalecos. Que ellos decidan quien va al arco o tira el penal, quien es el "bueno" o el "último elegido". Y ese "último elegido" se va a esforzar para que en la próxima pichanga haya uno peor que él y salir de esa penosa situación. Contra muchos teóricos de la educación actual señalo que esto no es "discriminación" o "bullyng", es la vida nada más, una reproducción a escala del mundo, donde los eventos son azarosos, complejos y se deben desarrollar habilidades para sobrevivir.
Todos los que nos acercamos al fútbol cruzando una calle hacia una plaza donde jugaban niños sin prejuicios sabemos el valor incalculable de esa experiencia. Que había grandotes mejores que uno, enanos peores, cabros "chanchos" que pegaban patadas, burlas por una pifia, pelotas arriba del árbol y huidas en desbande porque apareció "el viejo del rastrillo". Para la mayoría, sin dudas, son los mejores recuerdos de la infancia. Aprendimos de la mejor manera: corriendo, saltando, haciendo amigos, celebrando goles cuando la noche caía. Y el mejor sabor del mudo era el agua de la manguera.
Algo fundamental también: lo que pasaba en la pichanga se quedaba en la pichanga. Nunca intervenía un adulto, ni cuando se producían las peores mochas, ni cuando los pelusones de la cuadra del lado se choreaban la pelota. Todo se arreglaba entre nosotros, sin colgarse de las pantalones del papá o la falda de la mamá. Es decir, fomentaba la responsabilidad individual.
Bueno, todo lo anterior se está perdiendo. Hoy miles de niños sólo tienen una instancia para jugar y aprender: las escuelas de fútbol. Ahí todo es distinto claro. Primero, hay que pagar por algo que antes se hacía gratis (único costo: rodillas peladas). Luego hay un "adulto" o "profesor" que manda. Él forma los equipos, él dice quien juega y quien no. Y como es un negocio, todos los clientes deben jugar. Para eso están los padres vigilando. Claro, si pagaron por una hora de fútbol exigen que su niño juegue una hora. Se subentiende que la iniciativa infantil queda severamente anestesiada en un contexto así.
Han proliferado las "escuelas oficiales" donde los clubes cobran por usar sus marcas. El ambiente es seguro, reglamentado, hay implementos, horarios fijos. Se "mecanizan" los movimientos, se corrigen los defectos, se profundizan los conceptos. La imagen es recurrente: un partido en una cancha sintética, un adulto arbitrando, varios niños con petos sentados en la banca esperando que el "profe" les diga cuándo jugar, padres grabando con smartphones las hazañas de sus retoños.
Una realidad triste y chata. No sé cuántas destrezas se pueden desarrollar en ese ambiente restringido, comercial y opresor. "Todos deben jugar", "todos son buenos", "todos tienen espacio". Pucha la pichanga para aburrida.
Yo me quedo con lo otro: la cancha imprecisa, los polera contra los sin polera, la pelota de goma arriba del techo. Y, por sobre todo, que no se cobre por correr tras un balón. Llegar solo, saber encajar, ganarte el espacio, hacerte cargo, madurar.
Las escuelas de fútbol ni siquiera deberían ser escuelas. Sólo espacios abiertos donde un grupo de niños decidieran cómo, cuándo y con qué implementos jugar. Que ellos formen sus propios equipos, les pongan nombres y hasta fabriquen pelotas con medias viejas.
Y que no haya ningún adulto vigilando y jodiendo. Si el cabro se cae, bueno, se vuelve a parar nomás.
GRAF/CS